La señora (cuento)







"Si vas a ser infiel hazlo, pero se leal, no vayas a quejarte de lo gorda o frígida que es tu mujer o que tienes problemas porque está loca. Se hombre y se valiente, no quieras refugiarte en los brazos de otra causando lástima". Isis Zavala.


La señora se vio en el espejo y supo que tenía que perdonar, él le regaló 30 años de matrimonio, dos hijos, un ingeniero y un doctor, tres nietos y un perro labrador.
Pero con esos treinta  vinieron quince de su ausencia y la presencia de ella. 

Nunca le reclamó, sólo le prometió que jamás volvería a saber de Catalina "la güera". Su güera, la señora Montes Castaño. Ellos coincidían, si claro que coincidían  en navidades, cumpleaños y festivales de los nietos. Pero él cada vez que buscaba sus ojos, efectivamente por más que lo intentara no podía verla.

La señora también se llegó a topar con la empleada, ¿si les dije que había sido su empleada doméstica? Pero la señora Catalina nunca desvió la mirada, en cambio la muchacha  siempre alzó la vista para poder verla.
Sus hijos querían que se volviera a casar, pero la señora siempre decía que no tenía más corazón para ello.

Así, que el día que llamaron a la puerta y lo recibió en silla de ruedas, se le vino el mundo encima.
La señora subió las escaleras y analizó la propuesta. Después de quince años, venía enfermo y con la consigna de vivir sus últimos días al lado de su verdadera familia.

Cuando el paso del tiempo cayó en sus piernas y el corazón se le cansó,   la empleada que hace quince años barría y trapeaba la habitación y que se agachaba siempre mostrándole sus piernas o por delante su fuerza de juventud, la que lo había conquistado a base de "mustiosidades" y "moscamuerteces" le dijo que sus manos jóvenes y con un futuro por delante no tenían la fuerza de llevarlo toda la vida.

"Quiero que me aceptes en esta casa, se que no hay flores que valgan la pena ni poemas que arranquen suspiros, pero algo si te digo y eso va atender a tu ego, prometo no dejarle nada a ella, todo lo que tengo será para ti, al final de cuentas tu eres mi señora"

Catalina se vio sus arrugas en el espejo, tocó sus cabellos largos enrizados y no más rubios sino cenizos que siempre enrollaba por lo alto en un chongo que le daba todo ese aire elegante y respetable. Quiso olvidar a la muchacha que un día limpiaba los pisos y al otro día arañaba las paredes del cuarto con su esposo.
Vio su propia mirada dura y frágil, enjuagó su cara, pasó las manos húmedas por su frente, se alzó el cabello, peinó sus ideas, se pintó la boca y suspiró. Y se dio mil cachetadas con los ojos, pensando que tal vez se iba arrepentir.
 Acomodó firmemente su ropa y no supo si fue la fuerza del amor perdido, los años que pasarían o el discurso del ego pero decidió por un si.

Le abrió las puertas de su casa y de su tiempo y poco a poco de su corazón. 

Sus hijos quedaron boquiabiertos pero las nueras entendieron a la perfección y trataron de hacer más amable el episodio. Los nietos eran felices pues finalmente los iban a consentir por partida doble. 
Los fines de semana eran extraordinarios. El era un viejo que te hacía pasar las peores confrontaciones de sentimientos: querías odiarlo pero lo amabas.

Sabía trucos de magia, contaba chistes y decía poesías como si alguien pusiera un cartelón y él las fuera leyendo, con una fluidez de campeonato.
La señora -su güera- sólo reía y se tapaba la cara, las anécdotas se las sabía de memoria. 

Él era un pedazo de inteligencia, nunca contaba nada absolutamente nada en lo que su güera no hubiera estado, vivido, o reído. Nunca mencionaba nada de esos quince años donde ella no estuvo en su vida. Nunca. Ni por error. Cuadraba fechas, momentos antes de esa época, como si una especie de laguna mental le hubiera atrapado. 

Las nueras eran miel entre sus dedos se las había ganado más de lo que cualquiera pudo haber imaginado. Pero los hijos aún tenían sus reservas. Había algo que entre hombres solo ellos huelen. Veían feliz a su madre, preferían no hacer conjeturas que la inquietaran a lo tonto.

"¡Pero si serás bruto! Primero esta pierna y luego la otra." Los baños tardaban horas en lo que ella lo sacaba de la silla de ruedas, y luego lo  desvestía y lo bañaba en una sillita de madera, él le aventaba agua y acababa empapándola, Catalina siempre se reía y le metía coscorrones. 
"Mira güera en lo que acabo nuestro amigo, ahí calladito, dormidito como si no rompiera un plato" le decía él.
"Ay, así que tu digas que desmadre hacía, ni te creas ¿eh?
Los dos carcajeaban como adolescentes.

Catalina siempre se vio radiante, guapa una señora cuya genética y la buena disposición a la vida le habían dado como resultado que fuera una mujer que brillara. Pero al lado de su aún esposo era una mujer vuelta a nacer. Rompió como todas las mujeres enamoradas su promesa, porque él la volvió a ver.

La noche anterior había acabado muy cansada los nietos no pararon y cuando pasó su nuera por ellos se sintió aliviada y tomó una siesta como nunca. Cuando despertó regresaba él y con una sonrisa le dijo: "¡son unos hijos de puta los del seguro, me tarde horas en mi medicina!".

La señora sólo asintió.

Dos días después cuando regresó del mercado notó que la silla de ruedas no estaba y pensó que se las arreglaba my bien para salir aún y todo cojo.
Al regresar le contaba la anécdota más verosímil.
Un día se fue a conseguirle unas rosas de Castilla a quien sabe donde pero don Juanito le había ayudado y podía preguntarle porque ahí estaba afuera.
A la semana siguiente había ido a pararse afuera del jardín de niños de su nieta menor a verla jugar a la hora del receso.
Luego había salido a comprar el pan muy temprano para agarrar el más calientito.
 
Una hora, dos horas, tres horas, cuatro horas. Y la señora volvió a subir escaleras y se volvió a ver al espejo. Lloró como lo hace una mujer que la han vuelto a lastimar. 
"¡Que pendeja, que pendeja, cómo a mi que ya soy una vieja!" Se golpeó con las dos manos la cabeza. Sintió el peso de las mentiras, había algo en el aire, algo que le ahogaba. 
Cinco horas y la señora pensaba con que pretexto vendría hoy.
Sonó el teléfono.
Volteó a verlo.
Sonó el teléfono.
No quería tomarlo.
Sonó el teléfono.
Suspiró.
-Bueno
-¿La señora Catalina Montes Castaño?
- Si, habla la señora.
-Su marido tuvo un connato de infarto y está en el hospital San José con nosotros, nos pidió que le habláramos.

Rápidamente le habló a sus hijos, tomó los documentos que ella tenía en orden de su marido, radiografías, electrocardiogramas, recetas, todo. Y salió corriendo a su encuentro.

"Güera, ve nomás lo que te hago pasar" la recibió él.
Sus hijos agarraban a su mamá de la mano y regañaban a su papá por terco y por andar en la calle en su condición. Empezaron a ver quien se quedaba esa noche , el doctor tenía una operación importante, las nueras debían quedarse con sus hijos y el ingeniero dijo que se quedaba aunque al otro día tuviera que trabajar a las siete. "Pero si están tontos, me quedo yo, que soy su esposa".
Y así fue.

Eran las cuatro de la mañana y llegó ella.
Catalina vio entre sombras en la puerta del cuarto a una mujer robusta, chaparra y de pelo largo. Nada que ver con la muchacha de curvas y que podía pasar por atractiva que alguna vez le quitó a su marido.

-Con el trabajo que me costó encontrarte imbécil ¡vaya susto que me sacaste!
Catalina se quedo perpleja.
Él inmediatamente le calló la boca de un grito.
-¿qué haces aquí pendeja? lárgate no tienes nada que hacer aquí. Absolutamente nada.
Catalina nunca había oído hablar así a su marido.

Él con ese grito liberó al monstruo incontrolable del adulterio. Le dijo que cuando le estaba dando el infarto estaba con ella y que quiso irse por vanidad. Despotricó la de veces que fue a buscarla, que se encontraban en el parque. Cuando ella le ayudó a comprar las rosas para que no sospechara o el pan para librarse de culpa. Le echó en cara como le rogaba para que regresaran que él no soportaba la idea de estar con una vieja que lo trataba mal y que a duras penas le daba de comer y que le hacía pasar un suplicio por esos años de infidelidad. Le dijo a Catalina que sabía perfecto lo tonta que era porque le seguía teniendo miedo a las arañas, que él no soportaba su aliento en las mañanas de vieja y que era un martirio los baños de agua fría que le daban. 

Catalina no se movía ni un milímetro.
Él en todo momento interrumpió la historia con gritos e improperios. Era una locura. Si las enfermeras no los callaron fue porque era hospital privado y porque a decir verdad las tres señoritas del piso  estaban muy entretenidas con escuchar el desenlace.

"Hija, ¿ya terminaste? Intercedió Catalina.
Ella no pudo no contestarle como toda la vida.
"Si, señora".

Catalina sólo le dijo, que tuviera dignidad, que supiera cual era su lugar, que aún era joven y podía encontrarse a alguien con quien tener hijos y ser feliz que no comprendía como podía estar con un viejo de setenta años. 

Él veía a Catalina con ojos impávidos. La conocía perfecto y se dividía entre sentirse aliviado y un pánico ensordecedor.

La señora siguió diciéndole en una pieza, que ella es, fue y será hasta el día de su muerte su señora esposa. Y que no tenía nada que hacer ahí. Todo en un tono tan apacible que invitaba respeto.  Le pidió aprovechando el momento que dejara la casa en la que vivía porque le pertenecía a sus nietos e hijos. Volteó a verlo y él la respaldo.

"Ahora si hija, retírate y date cuenta a quien de esta sala él le llamó pendeja". Terminó Catalina.

Ella sólo tomó aire, le bajo la cabeza a la señora y se fue.

Catalina mató todos los momentos, las risas y las promesas.
Él la vio como borrego a medio morir, la señora le dio el otro medio.
Levanto la ceja izquierda, cerró los dos puños y como gorila en señal de pelea  le golpeó el pecho, con todas sus fuerzas, sus ganas y todos sus recuerdos. 

"¡Mejor te hubieses muerto, cabrón!"
Se dio la media vuelta, tomó su bolsa, salió y sólo escuchó ese pitido constante de la máquina de su corazón.











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